Artículo creado por Rafael Rivera Pastor, responsable de innovación y tecnología de Mediapost. Publicado originalmente en octubre de 2019, te ofrecemos en abierto este número de Las Raíces del Marketing, la iniciativa de Mediapost para compartir conocimiento bajo el prisma del marketing relacional.
La Inteligencia Artificial (IA) ya está aquí. De forma discreta pero imparable ha entrado en nuestras vidas: coches que conducen solos, asistentes en los móviles que clasifican nuestras fotos, navegadores que aprenden de los atascos, traductores con calidad humana. Sin embargo, su presencia en el tejido empresarial español es todavía muy pequeña. Es difícil encontrar una empresa que haya desarrollado capacidades en este ámbito y que haya incorporado la IA de forma habitual y efectiva en sus productos y servicios. Las empresas se enfrentan a una tecnología poderosa pero compleja, en cierto sentido misteriosa, y tienen dificultades para aprovechar todo su potencial en beneficio de sus clientes.
Aunque la IA suena muy moderna, la voluntad de construir máquinas «inteligentes» ha acompañado a la humanidad desde hace siglos. De hecho, el concepto moderno de inteligencia artificial se acuñó hace más de 50 años, en la conferencia «Dartmouth Summer Research Conference on Artificial Intelligence», celebrada en el año 1956 y donde se sentaron las bases teóricas de esta nueva disciplina. Unos años antes, Turing publicó su famoso libro «Computing machinery and intelligence», en el que propuso el famoso test de Turing. La IA vivió su primera época de esplendor. Pero excesivas expectativas y resultados decepcionantes —posiblemente debidos a la falta de capacidad computacional— condujeron a la falta de inversiones y al llamado primer invierno de la IA. Años después, en la década de los 80, la disciplina resurgió con fuerza gracias a los sistemas expertos. Estos sistemas trataban de simular la inteligencia humana convirtiendo el conocimiento en reglas. Países como Japón realizaron ingentes inversiones en esta tecnología pensando que habían descubierto, al fin, la forma de desarrollar la inteligencia de las máquinas. Pero nuevamente se produjo el fracaso. En este caso la razón fue un fallo conceptual: la inteligencia humana es demasiado compleja para estructurarse en base a reglas, lo que provocó que los sistemas fueran imprecisos y muy difíciles de diseñar y mantener. Llegó el segundo invierno de la IA.
Ya en este siglo, el aprendizaje automático o de las máquinas —machine learning— irrumpe con fuerza en la IA. Las propias máquinas, observando la realidad y los datos, aprenden sin necesidad de que alguien programe el conocimiento. Una IA que empieza a mostrar cierta similitud teórica con la inteligencia humana; ambos, máquinas y humanos, aprendemos. El aumento de la capacidad de computación y el crecimiento exponencial de los datos disponibles, hacen que el aprendizaje automático se convirtiera en una realidad. Y los resultados llegan. La IA consigue avances impresionantes en áreas tan complejas como el procesamiento de lenguaje natural o el reconocimiento de imágenes, lo que posibilita el desarrollo de soluciones que hasta ahora entraban en el terreno de la ciencia-ficción.
En realidad, la IA tal y como la usamos hoy se parece muy poco a la inteligencia humana y el término «Inteligencia Artificial» es poco acertado e incluso engañoso. La IA solo es capaz de desempeñar una tarea simultáneamente (por ello se le llama estrecha o débil) y, aunque aprende, lo hace de una forma muy diferente a los humanos. Una buena definición de la IA en su estado actual es: un sistema software que realiza de forma óptima una tarea particular y compleja mediante el «aprendizaje» a partir de los datos. Eso está todavía muy lejos de la increíble inteligencia humana.
Una característica de la IA es que está formada por un ecosistema muy generoso de académicos, investigadores, tercer sector, e incluso empresas. Todos ellos publican sus avances y descubrimientos en abierto, lo que está conduciendo a un crecimiento vertiginoso de la tecnología. De hecho, los dos grandes lenguajes de la IA —R y Python— son abiertos, y empresas líderes en esta área como OpenAI tienen como misión explícita garantizar que la inteligencia artificial beneficie a toda la humanidad.
La confluencia de todos estos factores —(1) un sistema que aprende de los datos en un momento en que Internet y la tecnología móvil ha generado cantidades ingentes de datos de los que aprender; (2) un entorno abierto y generoso que hace que las innovaciones se propaguen de forma rapidísima y el conocimiento crezca exponencialmente y (3) unas capacidades de computación en la nube prácticamente infinitas— ha llevado a logros extraordinarios y se podría decir que revolucionarios en el ámbito de la inteligencia artificial.
Tanto es así que la IA se considera el motor de la Cuarta Revolución Industrial. Una revolución en la que ya nos encontramos, y que hace que introducir la IA en nuestras empresas ya no sea una opción. Si lo hacemos con solvencia y con diligencia tendremos mejores organizaciones, más eficientes y con mejores servicios. Si no, nuestros modelos de negocio actuales se enfrentarán a serios problemas y a su desaparición. La IA nos va a conducir a un nuevo modelo de gestión basado en a la evidencia en el que no sirven las estrategias y actuaciones de marketing generales. Con la IA tenemos conocimiento individualizado de cada cliente y podemos ofrecer aquello que más valor añade a cada uno de ellos. Alineamos a la empresa con cada uno de nuestros clientes y sus necesidades y nos convertimos en su mejor aliado posible. Por el bien de nuestros clientes.
La buena noticia es que el nivel de madurez y desarrollo de la inteligencia artificial hacen que incorporarla en nuestras empresas sea perfectamente posible. La tecnología actual nos ofrece dos tipos de modelos de IA: supervisados, en los que entrenamos a los modelos mediante datos y respuestas a esos datos —por ejemplo, si un cliente compra o no un servicio en función de compras pasadas—, y no supervisados, en los que aprendemos de la propia estructura de los datos —típicamente modelos de segmentación—. Y dentro de los modelos supervisados encontramos algoritmos superficiales y profundos. Todos ellos son buenos y valiosos y, en función del desafío particular, debemos aplicar uno u otro.
Para aplicar estos modelos necesitamos datos de nuestros clientes, de nuestros productos, de nuestras transacciones. Y respuestas («ha comprado», «está satisfecho», «es fiel») asociadas a esos datos. Normalmente son datos históricos almacenados en nuestros sistemas transaccionales o lo que llamamos Small Data. También se usan textos, opiniones, imágenes, discursos, vídeos, información de páginas web, ficheros Excel, en lo que se llama Big Data, información normalmente procedente de Internet o de los móviles, los grandes generadores de datos. Si bien el Big Data suena más misterioso y mágico no debemos despreciar el Small Data. Muchas veces —casi siempre— son datos de mucha más calidad y de gran valor para nosotros y nuestros clientes.
Aunque la IA se alimenta de datos, su utilización no debe partir de los datos sino de nuestros grandes retos de negocio. Para ello debemos plantearnos estas preguntas: ¿cuáles son mis principales retos de negocio o los de mi cliente? ¿Existen datos suficientes y accesibles que expliquen o se relacionan con esos retos? Si es así, la IA es nuestra gran aliada y nos permitirá conocer mejor a nuestros clientes, anticiparnos a sus necesidades y problemas y ofrecerles los servicios más adecuados para ellos en cada momento. Pero nos movemos en un terreno desconocido para muchas empresas y por ello proponemos metodologías ágiles que permiten aprender y obtener conclusiones en plazos muy cortos de tiempo y con costes acotados. Probemos y desarrollemos productos mínimos viables basados en la IA. Proyectos que nos mostrarán el camino y que consolidarán nuestra estrategia de gestión en base a la evidencia en el conjunto de la organización. Porque la IA es mucho más que un proyecto, es un nuevo tipo de organización.
Como toda tecnología poderosa, la IA se puede utilizar para el bien o no. De hecho, la inteligencia artificial es uno de los avances tecnológicos que más debate genera. Numerosas instituciones y empresas defienden abiertamente su uso por el bien del mundo, mientras algunos expertos piensan que será el final de la humanidad. Es cierto que la IA puede hacer daño fácilmente, de forma intencionada o no. Ejemplos de usos perversos intencionados son las armas inteligentes o los generadores de noticas falsas. Pero sin ir tan lejos, la IA presenta riesgos intrínsecos y no tan evidentes con los que tenemos que ser extremadamente cuidadosos. Al aprender de datos generados por humanos puede perpetuar y acrecentar los prejuicios y sesgos típicos de los humanos —culturales, religiosos, de género, racistas, etc.—. Además, al alimentarse de datos, pone en peligro nuestra privacidad. Si esto se une a la falta de transparencia y a la opacidad de los modelos más sofisticados de IA, puede conducir a una situación peligrosa para muchas personas que pueden ver sus vidas seriamente afectadas sin saber por qué.
Somos optimistas y pensamos que hay muchas señales que indican que la tendencia es positiva y que, finalmente, la inteligencia artificial mejorará a la humanidad. Pero todos tenemos que poner nuestro granito de arena. En particular, en Mediapost hemos definido unos principios éticos de la IA en torno a los siguientes ejes: formular claramente los problemas y utilizar metodologías rigurosas, usar datos y evidencia adecuados y verificables, garantizar la privacidad, evitar los sesgos, ser totalmente transparentes y proporcionar explicaciones de las decisiones.
Porque nuestro objetivo no es solo utilizar la inteligencia artificial, sino hacerlo por el bien de nuestros clientes y del conjunto de la sociedad.